miércoles, 14 de septiembre de 2011

Diario de un presidiario







Estaba recostado junto a los únicos objetos que en ese momento me rodeaban,  un deteriorado vaso aluminio, un espejito circular y el anillo dorado del compromiso con Julia. No entendía porque estaba allí junto a ese panorama tan escueto, sólo observaba por todos lados puertas, puertas, puertas, todas cerradas y con llave. No había ningún lugar, a excepción de las rendijas en las paredes del cuarto, por el 
cual se pueda ver. ¡El cuarto es en verdad una prisión, y yo soy un prisionero!

Ese pensamiento comenzó a nacer en mí después de unos 5 días de estar allí,  desencadenando miles de recuerdos y pensamientos. Mi panorama días anteriores estaba compuesto por los parques verdes, la calidez de mi hogar, el cielo azul con pequeñas sombras blanquecinas, la alegre cara de la ingenua Lilia,  y las preocupaciones de Julia.

 Actualmente mi visión se reducía  a una estructura similar a un anillo de compromiso, con una torre en el centro, en la que se ubicaban los vigilantes para controlar con solo un golpe de vista a todos los prisioneros ubicados en las diferentes celdas de la fortaleza. No podía realizar ningún movimiento sin el consentimiento de los guardias, debía ingerir todo el alimento que me dispensaban y debía ingresar al claustro con el timbre.

Un día, estaba resguardado en mi celda, cuando logré entablar una conversación a media voz con mi compañero del claustro contiguo. No lo podía ver, sólo oír, pero pude apreciar que era un buen muchacho de unos 30 años que estaba encerrado por motivos que desconocía, al igual que el mis motivos. No estaba permitido hablar sobre esos temas, en esos lugares y tiempos tan difíciles.

Al recordar lo sucedido sentía una asfixia en el pecho y un mar de lágrimas que brotaban de mis ojos, pero el sentimiento más estremecedor era que habían  hecho aquellos canallas con mi esposa Julia y mi pequeña niña Lilia.

 Mi libertad no me preocupaba, ya que siempre opiné que nuestra sociedad es una cárcel sin rejas y muros invisibles,  pero esta situación había empeorado mucho desde que el ejército estaba al mando.
Me horroricé cuando comenzaron a prohibir  y a quemar ciertos libros cómo  “Gracias por el fuego” de Mario Benedetti, “El principito” de Saint- Exupery, “Las venas abiertas de America Latina” de Eduardo Galeano hasta “Un elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann, libros magníficos de grandes autores. 


Nunca antes habían criticado  mis libros de ser subversivos o inmorales, pero en estas épocas fueron rotulados como tales y fue una preocupación para mi familia.  Aunque yo sentía que tenía un deber con la sociedad y era informar a los ciudadanos siguiendo siempre con mis ideales.
Esta actitud representaba a todos a mis compatriotas del taller hasta el día en el qué un grupo comando allanó las oficinas y clausuró el establecimiento.

Ese día me robaron mi profesión, familia y libertad, pero algunos de mis compañeros también les robaron la vida.



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